CINE/ 54 FESTIVAL DE CINE DE GIJON
54 Festival de cine de Gijón.
Octava jornada
Llegamos al
final de esta 54 edición del Festival de Gijón con la película de cierre que se
proyecta para la prensa a las 9:30 en los Cines Centro al día siguiente de la
muerte de un mito controvertido: Fidel Castro.
Pero ignoro la muerte del Comandante mientras me duerno con una película cuyas
máximas virtudes son la brevedad, poco más de una hora, y sus buenas intenciones
que nadie le niega. Muna de Santiago Zannou (Madrid, 1977), un documental
antropológico rodado en Etiopía, es una discutible elección para la sesión de
clausura. La vida cotidiana de unas campesinas que aran sus tierras perdidas en
las montañas con bueyes; unas ciegas que cuentan sus experiencias cuando
caminan con sus bastones por las carreteras del país; una mujer que intenta
curar pies y piernas enfermas con un mejunje; una chica que corre por las
carreteras del país… escasos elementos narrativos para una película del
director de El truco del manco y Alacrán enamorado que es menos
interesante que cualquier documental que pasan por la segunda cadena.
De la
muerte de Fidel Castro me entero
cuando abro el ordenador en la Cafetería Parchís y ya me he tomado el café y el
churro que el diligente camarero pone sobre mi mesa nada más entrar. Precisamente
hablaba de él con el cinéfilo despiadado, camino de los cines Centro, a propósito
de la deriva nefasta de Oliver Stone,
enamorado del controvertido líder cubano hasta el punto de rodar Comandante. No hay películas cubanas, por
cierto, en Gijón, al hilo de la defección del mandatario que tiene un cameo en
una de mis novelas. Tuvo una larga vida, de película, pero en el cine figuró
siempre de comparsa de Ernesto Che Guevara en cintas espantosas, por cierto. La
CIA cometió un sinfín de chapuzas, al estilo de la coña de los Coen Quemar después de leer, para liquidarlo; serían el guion perfecto
de una alocada comedia negra: los seiscientos intentos fallidos de asesinar a Fidel Castro.
Cuando
termino un festival de cine suelo hacer una quiniela cuyo vaticinio nunca se
cumple, lo que me hace ver lo equivocado de mis juicios cinematográficos, casi
tanto como los políticos, pero a estas alturas es inútil cambiar y situaría en
mi olimpo a Paradise, de Andrei
Konchalowsky, seguida, a mucha distancia, de Hotel Europa de Danis
Tanovic, y El cielo espera de Marie-Castille Mention-Schaar, como
favoritas, aunque muy probablemente se lleve premio la francesa Mercenario de Sacha Wolff cuyo protagonista melanesio se pasea radiante por
Gijón, posa con todo espectador que se le acerca y espera regresar a su paraíso
con un galardón en el bolsillo. Pero me queda el gran Marco Bellocchio para la tarde y sus Felices sueños con la actriz Bérénice
Bejo, tan bella como talentosa, que me reservo para mi clausura particular
del Festival de Gijón. ¿Seguirá pegando fuerte, me pregunto, el director de Il pugni in tasca y Marcha triunfal?
A las 17
horas una película alemana, sobre la que no albergaba muchas ilusiones,
programada en la Sección Enfants Terribles, me sorprende de forma agradable: Cuatro Reyes, opera prima de la
directora alemana Theresa von Elz
que ha volado a Gijón para presentarla ante el público. Después de los padres
inadaptados de Cigarettes et chocolat
chaud y Toni Erdmann, les toca el
turno a los adolescentes: dos chicas, Lara (Jella Haase) y Alex (Paula
Beer), que se han intentado suicidar por problemas con sus padres; Fedja (Moritz Leu), un muchacho georgiano que
sufre bullying por parte de sus compañeros; y Timo (Jannis Niewohner), un joven con estética neonazi que tiene accesos
incontrolables de violencia, pasan el día de Navidad recluidos en un centro de
rehabilitación dirigido por un psiquiatra, el Dr. Wolff (Clemens Schick) de mentalidad abierta cuyos métodos chocan con la
ortodoxia (que compartan habitación el interno agresivo y el que sufre bullying
ciertamente es heterodoxo) de la institución.
Theresa von Elz dirige sin fisuras este drama
juvenil y consigue el pleno rendimiento interpretativo de sus jóvenes actores,
aunque tengo la sensación, mientras veo la película, que ya la he visto antes.
Y le falta fuerza, aunque se vea bien. Y la factura es algo televisiva. Vaya.
Pues no me ha gustado tanto como creía mientras la veía.
No espero
nada de la siguiente película, Mimosas,
porque no tengo de ella la más mínima referencia, y me encuentro, por sorpresa,
con uno de los platos más exquisitos del festival, a pesar del título que echa
para atrás. Su director, Oliver Laxe
(París, 1982), es francés con cuatro largos exóticos en su haber, y la película
rodada en Marruecos, en los parajes del Atlas, una coproducción en la que entra
Qatar, Francia y España además del país anfitrión. Mimosas, aunque sea ecléctica y no redondee el final, es una
ejercicio cinematográfico notable, una película que hipnotiza a través de imágenes
bellísimas y cargadas de misterio. Una viaje iniciático de unos caravaneros por
las montañas del Atlas, que, en un momento determinado, al morir el cheik, el
jefe de la expedición, se convierte en un viaje funerario buscando dónde
enterrarlo. La naturaleza es hostil (hay nieve, no hay caminos, se pierden, bordean
un impetuoso río por una estrecha garganta), y también los bandoleros de la zona
que les atacan y los diezman. Otra película antropológica, solo que ésta, al
contrario de Muna, sí interesa, me atrapa en sus 96 minutos. Casi un
western con ecos de El cielo protector
de Paul Bowles y unos actores que
parecen brotados de las entrañas de esas tierras tan bellas como hostiles.
Y de quien
espero mucho, el director que me reservo para clausurar mi 54 Festival de cine
de Gijón, me decepciona. Poco queda del Marco
Bellocchio de sus inicios en Felices
sueños, un melodrama dulzón sobre el trauma de Massimo (Nicolo Cabrás / Dario del Pero / Valerio
Mastandrea), que pierde a su madre (Barbara
Ronchi), con la que tenía una relación afectiva muy especial, en
circunstancias extrañas cuando tiene 8 años y ese hecho le marcará para
siempre.
El director
de El diablo en el cuerpo desoye el consejo
de Alfred Hitchcock y rueda con un
niño buena parte del film que se transforma en melaza espesa. Luego, sin que
sepamos muy bien por qué, Massimo, convertido en periodista deportivo gracias a
su padre (Guido Caprino), hincha del
Torino, se va como reportero de guerra a Sarajevo. Y del trauma de la madre,
que le dura buena parte de la vida, lo saca la doctora Elisa (Bérénice Bejo), que se enamora de él no
sabemos cómo ni cuándo. La parte nostálgica del film lo ponen viejos programas
de televisión y canciones de Patty Bravo
y Raffaela Carrá. Decepcionante y
sin brillo en ninguna de sus secuencias.
Regreso a
la casa de mis amables anfitriones paseando por un Gijón frío que me hiela con
sus cinco grados por no haber sido previsor con la ropa. Una edición muy
interesante la de este año, aunque creo recordar que mejor fue la del pasado año,
de la que me he perdido, entre otras cosas, el ciclo de Matteo Garrone, y la película de Bertrand Tavernier, al que nadie reconoció salvo el que esto
escribe, pero no era cuestión de hacerse un selfie en los urinarios. Si no era
él sería su doble, aunque para dobles la de Eva Green que me encontré en San Sebastián en 2015. Y me he perdido
los cortos, los films de animación y la única película negra del festival, la
francesa La mécanique de l’ombre. Uno
no puede ser dios, aunque lo intento, y estar en dos salas al mismo tiempo. En
el cine, como en la vida, hay que elegir.
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