VIAJES / LA HISTORICA VELIKO TARNOVO

La histórica Veliko Tarnovo

El desayuno en el hotel Aliance de Plovdiv no es surrealista, sino malo, piensa Ulises mientras se enjuaga la boca con un líquido anaranjado que quiere ser zumo de naranja, mordisquea una torrija que escupe, intenta sin éxito mojar pan blanducho en la yema de un huevo frito seco y prueba una cucharada de un yogur grumoso. Le acompañan, bajo la mirada hiriente y enloquecida de Salvador Dalí, un joven matrimonio norteamericano y sus dos hijos, que deben de encontrar muy apetitoso el desayuno (Ulises los probó peores en hoteles de su país) y dos negras sencillamente mastodónticas que acabarán con ese desafortunado bufet.


Veliko Tarnovo está a unos 200 kilómetros y deja atrás Ulises ese paisaje de la llanura, aburrido, para ir a la zona montañosa del norte del país. Sube puertos, baja valles, atraviesa zonas boscosas de hayedos y castaños heridas por el ocre del otoño, deja atrás miserables aldeas de casas, que más bien son chabolas sin agua ni luz, habitadas por gitanos y cruza tierras roturadas por una carretera de asfaltado perfecto hasta que aparece, en medio de un paisaje verde y espectacular, encaramada sobre un risco, a orillas del río Yantra, la que fue antigua capital de Bulgaria, cuna de su independencia definitiva en 1908.


El Meridian Hotel Bolyarski es un cuatro estrellas situado en la plaza Samovodska Charshia, en el centro histórico de esta ciudad de 70.000 habitantes, y un aparcacoches se encarga de encerrar el Skoda blanco en el garaje subterráneo. Edificado sobre uno de los riscos de la ciudad, tiene unas vistas excelentes al río Yantra, que se bifurca creando una pequeña isla en el centro en la que se yergue una iglesia y un mastodóntico edificio, es un hotel que crece hacia abajo, así es que Ulises tiene su habitación en el piso -5, y el habitáculo, aunque sea para una noche, le agrada, tiene muebles antiguos de madera oscura con cierto empaque, una buena mesa, un escritorio con mueble bar y plasma de 14 pulgadas.


Hoy, de forma anómala, luce el sol en un cielo azul y Ulises hasta tiene calor y pasea por ese barrio antiguo  de calles en bajada que le llevan hasta una enorme iglesia ortodoxa con alto campanario más espectacular de lejos que de cerca que resulta ser la catedral. Sigue bajando por calles en fuerte, entre edificios pintados en color pastel amarillo, azul y rosa,  pendiente abajo hasta que avista, aunque en realidad se ve desde cualquier lado de la ciudad, dada su grandiosidad, la fortaleza de Tsaravets, una impresionante fortificación medieval, construida sobre una antigua fortaleza bizantina del siglo V.


El recinto amurallado, de casi cuatro metros de altura, tiene tres puertas de entrada. Por la principal, situada sobre un estrecho macizo rocoso, entra Ulises. Cuatro tramos de escaleras, que cruzan el parque del castillo, le llevan a Ulises hasta la cima en donde está la reconstruida iglesia del patriarcado, sin culto y decorada con frescos modernistas bicolores de gusto dudoso que preside, en el altar, una virgen con cierto aire daliniano.


Sigue luciendo el sol en esa zona de Bulgaria y hasta tiene calor cuando desciende para visitar la reconstruida torre de Balduino, en donde estuvo encerrado Balduino I de Constantinopla, y trepa luego por las empinadas escaleras de un torreón de defensa en cuya última planta, barrida por el viento que se cuela por las aspilleras desde las que los defensores lanzaban sus flechas a los atacantes, hay un buen surtido de armas medievales, lanzas, arcos y flechas, escudos y espadas, colgados de sus paredes, y dos cascos pesadísimos de hierro; se coloca uno de ellos sobre la cabeza para sentir su peso durante unos segundos: insoportable. De nacer en la Edad Media, piensa Ulises mientras desciende por las escaleras verticales de la torre, mejor monje que soldado.


Pasea por los jardines del castillo, en donde antes hubo edificaciones de las que solo queda la planta dibujada con los restos de roca salvados de los desastres (la fortaleza fue rendida por los turcos e incendiada) y contempla ese batiburrillo de columnas romanas y lápidas funerarias de mármol que hay en el suelo y que han sido aprovechadas, sin contemplaciones, para elevar los muros de fortalezas interiores del recinto. Le chocan dos estelas funerarias romanas con grabados latinos colocadas invertidas en la base de un muro. No llega la barbaridad a la cabeza de la Medusa invertida de las cisternas de Estambul, pero se le aproxima.




Tras las ruinas de una iglesia encuentra la tétrica Roca de las Ejecuciones.  No se molestaban excesivamente las autoridades del castillo a la hora de enviar al otro barrio a los presuntos criminales y traidores: los llevaban a esa roca y sencillamente los precipitaban al vacío. Hay una buena caída sobre el río Yantra. Los animales carroñeros acababan la faena.


Baja al Yantra, cuando decide dar por terminada la visita a la fortaleza y un manto de altocúmulos cubre el sol. La Iglesia ortodoxa de los Cuarenta Mártires está en la orilla del río, bajo el puente de la carretera,  a las faldas de la fortaleza de Tsaravets, en el barrio de Asenova en donde se concentraban los artesanos. Del templo, una basílica rectangular de seis columnas y tres ábsides,  construido en 1230 y en el que están enterrados Kaloyan, zar de Bulgaria, Sava de Serbia. Omurtag, Irene Comnena Ducaina y Teodoro II Láscaris, entre otros, no se conserva prácticamente nada y la restauración con piedra esponjosa travertina, en vez de utilizar un tipo de piedra parecida a la original, hace daño a los ojos de Ulises. Los turcos, feroces iconoclastas en el sentido más literal de la palabra, destrozaron el interior del templo cuando lo reconvirtieron en mezquita. Un terremoto en 1913 completó  el desastre. Allí, en 1908, el zar Fernando proclamó la independencia de Bulgaria del Imperio otomano. El interior, al contrario de lo que ocurre en la mayoría de iglesias ortodoxas, es diáfano gracias al mármol blanco que recubre paredes y forma parte del retablo en el que aparecen retratados cuatro santos en estilo bizantino aunque sean actuales.


Pasea por el barrio de Aseneva bajo un cielo ya encapotado. Hay gran cantidad de leña cortada en las calles, en previsión del duro invierno que se avecina, y unas barrenderas adecentan las calles de esa popular zona a las afueras de la ciudad de casas modestas de tejados de teja a cuatro aguas y paredes de piedra. Va en busca de la Iglesia de San Demetrio de Tesalónica, un templo medieval ortodoxo de fachada de ladrillo y altura considerable, pero lo encuentra cerrado, así es que ha de conformarse con verlo desde el otro lado de la tapia que lo circunda. Aquí no fueron los turcos, por una vez, los que arrasaron la antigua iglesia sino la naturaleza con el guantazo de un terremoto que la derribó´, así es que lo que ve Ulises subido a ese muro es una reconstrucción bastante fiel de 1985.



Cruza el río Yantra, en donde un pescador con red y otro con caña buscan su cena,  por un puente de madera y asciende de nuevo por la carretera hacia la fortaleza de Tsaravets, y de allí al centro de la ciudad. Es, al pasar por una iglesia, que repara en una costumbre búlgara que le llama la atención: los recordatorios de los funerales son pasquines que sus familiares pegan, con la foto del finado, en las puertas de los templos y de las casas, con la fecha de nacimiento, defunción y servicio religioso. Ve la de un oficial del ejército, que no debe de haber muerto en batalla alguna; la de un hombre patilludo con aspecto de gitano; un tipo cejijunto y una mujer que parece estar posando para el Más Allá.


No está para buscar sitios para comer, así es que, por comodidad, se queda en el hotel. El restaurante está en la planta -1 y a esas horas, las 4, él es el único comensal. Pide un pollo con risotto al pesto, aceptable, bebe una cerveza búlgara de marca desconocida y pide un postre especialidad de la casa de aspecto muy vistoso: un pastel de hojaldre y miel con manzana cruda, envuelto por una espesa cabellera de azúcar que se le pega a la cara y al paladar. Le cuesta todo 18 levs, es decir, 9 euros. Bulgaria, como decía el taxista suicida de Atenas, es un país barato.


Le apetece hacer una siesta. Del -1 va al -5 en un ascensor exterior. Por la ventana de la habitación es bien visible el Monumento Asenid erigido en 1985 para conmemorar el 800 aniversario de la fundación del segundo reino de Bulgaria tras la liberación del yugo otomano: Asen, Petur, Iván Asen y Kaloyan, cuatro reyes búlgaros, a caballo y en actitud beligerante, alrededor de un gigantesco obelisco en forma de espada. Ha visto, en los días que lleva por Bulgaria, demasiados jóvenes con la cabeza rapada, una moda, aunque se teme Ulises que más bien sea una ideología, que se extiende como una plaga por todos los países que estuvieron bajo la influencia soviética. La historia y sus bandazos.  





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