CINE / DESDE ALLÁ, DE LORENZO VIGAS
DESDE ALLÁ
Lorenzo Vigas
Tres apuntes previos antes
de hablar de esta película rodada íntegramente en Caracas en la que, por
cierto, ni se habla de desabastecimiento del país caribeño ni de su crisis
política, algo que el espectador empachado agradece.
Desde allá es la primera película del
venezolano Lorenzo Vigas (Mérida,
1967) y no podía empezar mejor su carrera cinematográfica: León de Oro de la
última Mostra de Venecia, pasando por encima de Alexandr Sokuroz, Jerzy
Skolimowski y Amos Gitai con los votos de Alfonso Cuarón, Hou Hsiao
Hsien, el director de la esteticista La
asesina, y Nuri Bilge Ceylan,
miembros del jurado.
El
actor chileno Alfredo Castro (el
curita homosexual amante de las carreras de perros de la feísta El club de Pablo Larraín), encarna, de nuevo, a un homosexual, esta vez
reprimido, que contrata chicos de la calle caraqueña para masturbarse.
El
mexicano Guillermo Arriaga, que
formaba tándem, hasta que estalló la lucha de egos, con Alejandro González Iñárritu, escribe el guion con Lorenzo Vigas, lo que garantiza una
historia sórdida, melodramática y retorcida.
Desde allá podríamos encuadrarla dentro
del realismo sucio al que pertenece, por derecho propio, El club. Un mecánico dentista cincuentón, que trabaja con su torno
modelando prótesis en un taller de Caracas, Armando (Alfredo Castro), busca carne joven entre los muchachos de la calle,
aunque se resista a tocarlos: les paga, simplemente, para que se desnuden, de
espaldas a él, mientras se masturba. El personaje, un tipo solterón que habita
en un feo apartamento de clase media en Caracas, tuvo problemas con su padre en
su infancia y de él habla con su hermana, a la que ve de vez en cuando. En una
de sus correrías sexuales por los autobuses, tropieza con Elder (Luis Silva), un buscavidas que
trapichea con todo, roba coches, y lo que se tercie, y se pelea con otras
bandas, y ese no es un chico como los otros.
La
película de Lorenzo Vigas, de una
frialdad visual pasmosa tratándose de un director caribeño, transita
cómodamente por el territorio de la clandestinidad sexual y la homofobia
venezolana en sus dos primeros tercios, con alguna que otra secuencia
asfixiante (cuando Elder invita a Armando a una boda familiar y le presenta a
su madre, por ejemplo), pero naufraga, por falta de verosimilitud, cuando hace
un giro hacia el cine negro en su último cuarto de hora final. Si cuadra
perfectamente el tipo de relación malsana que busca el mecánico dental en sus
horas libres con sus muchachos de alquiler, su sexo de pago en un país paupérrimo
en donde los cuerpos se venden a regañadientes (luego le insultan, cuando
guardan el fajo de billetes: viejo malicó,
le dicen en argot caribeño, acusándolo de haberlos pervertido), no cuadra, en
absoluto, la pasión tardía (antes le roba y le golpea y la víctima lo busca de
nuevo) del jovencísimo y heterosexual Elder (hay una tórrida escena de cama con
una muchacha mulata para subrayarlo) por su maduro protector que lo acoge en su
casa y restaña las heridas que lo han dejado malparado tras una pelea. En ese
momento (los besos que quiere darle Elder a Armando, y éste rechaza; los gritos
que da desde la calle el joven malandro
para que le abra la puerta del apartamento) se produce un chirrido lastimero,
más ruidoso que el de la cama en donde tiene lugar ese poco creíble contacto
físico entre los dos protagonistas, y la película deja de funcionar por falta
de verosimilitud y sencillamente se precipita al vacío, aunque tampoco es que entusiasme
en los tramos precedentes.
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