LA FIRMA INVITADA

EL NIÑO DE LA MIRADA PROFUNDA
Susana Villafañe

Ilustraciones Tamara de Lempicka


Laureano se despertó de buen humor: su madre le había prometido ir de paseo a la montaña después del almuerzo, y eso lo tenía contento. Era un día de aquellos en que todo el mundo parecía estar apurado y preocupado. Por la mañana había acompañado a su mamá a hacer las compras y observó cómo estaba el ambiente. Al niño de 7 años —más bajo y flacucho que los de su edad — no le entraba en la cabeza por qué la gente se saludaba y felicitaba con tanto entusiasmo en esas fechas, si el resto del año casi ni se miraba. Era muy reflexivo; algo que a los mayores les parecía por demás molesto: estar bajo su mirada era exponerse a un juicio implacable. Su ojeada de ojos verde claro, penetraba en lo más profundo de las almas humanas, no a propósito, era un don innato en él. Podía ver lo que estaba oculto en la parte más oscura… ¡hasta allí llegaba!

—Vamos, nene, no tenemos todo el día. Vas a gastar el peine de darle tanto al jopo.
Su madre tenía premura por salir a la calle.
«Quién sabe para qué tanto apuro», pensó Laureano mientras dejaba el peine y pasaba la toalla por el lavabo para no dejar vestigios que indicaran su paso por allí. Revisó las uñas; su imagen en el espejo desde todos los ángulos posibles; se fijó que los zapatos brillaran y la ropa estuviera bien planchada, sin mácula alguna.
—Estoy listo mamá, ya salgo.
Salió del baño y cerró la puerta con delicadeza; no quería despertar al conviviente de su madre: un empleado de Correos con quien mantenía una relación tirante; aunque Lucía dijera que era muy buen bailarín de tango, —eso fue lo que en realidad la había atrapado— además de ser el único porteño de ojos claros, igual que ella, rondando por Salta, «capital de una de las provincias que lleva el mismo nombre, en la República Argentina». Así fue como se lo había explicado su madre cuando le informó que irían a vivir allí, después de separarse de su padre un año antes. Laureano cerró los ojos y aspiró el aroma de lavanda que llevaba Lucía. Cuando olía su perfume él pensaba en «mamita», por la sensación que le despertaba la fragancia de agua de colonia que usaba: ternura; a eso se debía el diminutivo para esa ocasión. En cambio en los momentos que la veía con el amante de turno, repetía siempre la misma frase: «¿Esto es una madre?... ¡madre de mierda!» Así era de intolerante. Sus celos edípicos no le dejaban cortar el cordón umbilical y su madre tenía que aguantarse esos giros de humor. Caminaron un buen rato hasta llegar al punto de encuentro; un amigo los llevaría en coche hasta el cerro San Bernardo. El niño no entendía por qué no pasó a buscarles a la puerta de la casa si poseía un vehículo. No tenía sentido caminar como dos idiotas en medio del calor norteño; por eso la gente dormía a esas horas. Andar bajo el sol era insoportable en la época estival. Las calles olían a siesta. Aunque pasaran a toda prisa por las casas de estilo colonial, se adivinaba a través de las ventanas entreabiertas —para que pasara aunque sea un mínimo de aire— o persianas que hacían de barrera visual, alguna que otra figura humana en movimiento cadencioso. Un brazo, una pierna o medio cuerpo desnudo, atraían la mirada curiosa de Laureano que completaba las imágenes con su imaginación, y le hacía crear sus propias historias: «Ahora pasaremos delante del cuarto de Justina, la criada de los Ávalos. Ésta tiene contento al viejo de la casa; seguro que por eso se muestra siempre en la plaza con vestidos nuevos». Apuraba sus pensamientos que iban más lentos que sus pasos. Casi a rastras y con la lengua afuera, llegó al lugar de la mano de su «madre de mierda». Se dio cuenta enseguida que ese era el trato para tal situación, por la manera en que el tipo miraba a su mamá. «¿Qué hace este imbécil?», estaba a punto de pensar, al ver cómo aquel hombre cogía la mano de Lucía y se la acercaba a la boca, pero su pensamiento cambió: «¡Qué idiotas!», al observar la mirada lánguida que puso su madre en el momento de intercambiarse besos en las mejillas. También sacó sus conclusiones de por qué no había ido a buscarlos a la casa. Héctor Viñas se deshacía en elogios por Lucía y ésta parecía derretirse por culpa del calor que emanaba su cuerpo; una chorrera de sudor recorría su cuello y atravesaba el escote para perderse en el hueco de sus pechos. Le abrió la puerta delantera del flamante Ford, modelo de ese año: 1947, recién salido de fábrica, según aseveraba el morenazo salteño. La mujer se acomodó como si fuera una dama de alcurnia, merecedora de pasearse en esa categoría de coche, en compañía de semejante caballero galante; tan diferente del empleaducho de correos. El pequeño prefirió ir en el asiento de atrás; no quería ser testigo directo de las estupideces que su madre pudiese decir, tenía suficiente con hacer de rufián, y encima contra su voluntad. Siempre se sentía usado por ella para tapar sus porquerías. Pero ya estaba allí, por lo tanto se disponía a disfrutar del viaje; era algo que le encantaba hacer.



El camino polvoriento lo transportó a la antigua Francia. Se vio dentro de un carruaje de la época de Luis XV; vestido como un príncipe, de regreso a su palacio después de un largo viaje por el resto de Europa. Se sentía seguro: D'Artagnán y sus mosqueteros eran sus guardianes y ningún bandolero se atrevería a salirles al paso. Él también estaba preparado para combatir a cualquier enemigo. ¡Qué se creían ellos!...
Entre tantas historias y combates llegaron al cerro.
— Laureano, vamos despiértate que ya llegamos—. Dijo su madre.
— Mejor que siga durmiendo—. Le sugirió Héctor, mientras la desnudaba con la mirada y controlaba sus manos para que no actuaran por cuenta propia.
— Tenía que haberlo dejado haciendo la siesta en casa, pero ya sabes que no podía venir sola, ¿qué iba a decir la gente?
— ¡Como si tuvieran poco qué decir...! — balbuceó Laureano en voz muy baja.
Para disimular las palabras dichas, se tapó la boca e hizo como si bostezara.
— Ah, querido, te despertaste. Vamos a dar un paseo, sal del auto.
El hombre moreno también disimulaba, y su madre, los tres disimulaban, sabían muy bien qué papel estaba jugando cada uno: Lucía necesitaba dinero para hacerle regalos a sus hijos esas navidades; Héctor deseaba revolcarse en la cama con ella, lo ansiaba desde la primera vez que la vio salir del hospital, donde trabajaba de enfermera, y Laureano pretendía protegerla para que no cometiera más errores en su vida. Para este último era una tarea difícil e imposible. ¿Cómo hacer para cambiar el destino de las personas? ¿Qué hacer para que modificaran su comportamiento?




Héctor cargaba la canasta con la merienda preparada por Lucía. Había hecho pastelitos fritos rellenos de dulce de membrillo y empanadas de carne. Ella siempre decía que al hombre se lo ganaba con la comida, por eso quería que conociera sus habilidades como cocinera. Y él decía que a la mujer se la ganaba con unas copitas de vino, por esa razón llevó dos botellas de Torrontés: el blanco afrutado y medio dulzón era lo ideal para esa circunstancia. Pero las dejó en el coche para ir a buscarlas más tarde. No se alejaron demasiado del vehículo; subir la cuesta costaba bastante como para ir muy lejos; el bochorno y la calentura les hacía brotar agua por los poros, y no era cuestión de cansarse antes de tiempo…
La Catedral Basílica de Salta, que está frente a la plaza 9 de Julio, se divisaba con claridad desde el lomo de la montaña.
—Mira a tu izquierda, — dijo Héctor— se puede ver la torre de la Iglesia de San Francisco, y más allá está el convento de las Carmelitas descalzas.
— ¡Cuántas iglesias tiene esta ciudad! —. Decía entusiasmada su madre.
— Sí, por aquí se ven muchas iglesias… y pocas santas—. Dijo el niño, con sorna.
Lucía hizo como si no hubiera escuchado y desplegó el mantel sobre el suelo, colocó la canasta e invitó a merendar.

A Laureano le hacía ilusión la granadina traída por su madre, le recordaba las fiestas que organizaba su padre; eran tiempos felices. Toda la familia reunida en la casa de Buenos Aires. El asador en medio del patio; el cordero estacado en el centro, y los carbones ardientes que lo doraban poco a poco. La algarabía de los niños y los besos pegajosos de las tías. Su madre, con esos enormes ojos grises, siempre sonreía y cantaba tangos. ¡Cómo le gustaba oírla cantar! « ¡Maldita la hora en que trajo a esa mala mujer a casa!» Como una nube negra cubriendo el sol, apareció el recuerdo perverso, la causa de su desgracia, por la que perdieron el paraíso. Se había dado cuenta de lo que sucedía: vio cruzar las miradas entre su padre y «esa», que no eran inocentes sino cálidas, como las de su madre y el señor Viñas, al besarle la mano.
— Héctor se ha olvidado el vino en el coche, vamos a buscarlo. ¿No te importa quedarte un ratito solo? Tenemos que hablar de unos temas importantes, enseguida volvemos—. Dijo su madre con voz melosa y haciéndose la cariñosa, como tenía por costumbre cuando estaba por hacer algo que disgustaría a su hijo.
—Vayan —. Contestó Laureano moviendo los hombros, mientras pensaba: «Puta de mierda». Sabía cuánto podía durar ese «ratito». Así fue, el ratito se hizo largo, tan largo que la capa negra de la noche lo cubrió todo. Esperaba ver la luna que no aparecía por ninguna parte. « ¿Dónde se habrá metido? Quizá la robaron.», fantaseó. Se hizo el fuerte tratando de alejar el miedo de su lado, mas recordó algo que siempre decía su padre: «El miedo no es de los tontos», y se aferró a ella y a la estampita del niño Jesús que llevaba en el bolsillo, puesta por su madre, para que lo protegiera, según sus palabras. La ciudad brillaba más que otras veces y le hubiera gustado tener alas para ir volando hasta su casa. Por un momento sintió que el dicho de su padre se le escapaba de las manos y se incorporó antes de echarse a llorar, sacó pecho y sintiéndose como un gigante gritó: — ¡Yo no tengo miedo, no, no tengo miedo!
Lo repitió hasta quedar exhausto. El tiempo transcurría; la luna seguía sin aparecer, y Laureano continuaba aferrado a su estampita. Repentinamente vio acercarse una luz. «Eso es demasiado grande para ser una luciérnaga, además nunca andan solas. Debe ser mi madre, que de luciérnaga tiene poco». Apenas terminó de pensar la frase, la luz se le vino encima como una bola de fuego y una voz poderosa retumbó en la oscuridad como salida de ultratumba.
— ¿Qué haces a estas horas por aquí, pequeño? Puedes encontrarte con alguien como yo con intención de hacerte daño.
— ¡Nadie puede hacerme daño porque el Niño Jesús me protege! — Dijo envalentonado.
Enseguida vio cómo una mano enorme se acercaba tratando de agarrarlo, y se sintió igual que un conejo a punto de ser cazado. La luz lo encandilaba y no lo dejaba ver al ogro que estaba detrás de la linterna.
— ¡Mamá, mamá! — Gritó con toda su potencia a la vez que esquivaba el manotazo.
— ¡Hijo mío, ya estoy aquí!
Escuchó la voz de Lucía, que no estaba muy lejos, y el hombre desapareció en la oscuridad de la misma manera que apareció. Laureano tenía ganas de insultar a su «madre de mierda» y echarle en cara lo que le había hecho, pero se abrazó a su «mamita» con todas sus fuerzas. Ella lo besaba y suplicaba que la perdonara.
— ¡Dios mío! este niño está ardiendo de fiebre.


Héctor lo llevó en brazos hasta el coche mientras su madre iluminaba el camino. Lo acomodaron en el asiento de atrás y regresaron a la ciudad en silencio. Se apearon detrás del convento de las Carmelitas Descalzas —alejados de miradas curiosas— y esperaron un rato al taxi que los llevaría hasta la puerta de su casa. Allí los esperaba el compañero de Lucía. Casi se le fue el alma a los pies, al verlo; le pareció más ordinario y deslucido que de costumbre, si lo comparaba con el hombre que acababa de dejar. No le quedaba más remedio que conformarse… por el momento.
— ¿Recién te levantas?— Le recriminó Lucía, haciéndose la enojada para que éste no indagara demasiado.
— ¿Cómo han pasado la tarde? —Preguntó su compañero, rascándose la cabeza.
Aprovechó que tenía la boca abierta para abrirla aún más y dejar salir un bostezo maloliente.
— ¿Qué carajo te importa? — Dijo el niño por lo bajito.
Salió corriendo para encerrarse en su cuarto, mientras dejaba caer otras palabras por el camino. Derramó sobre la almohada todas las lágrimas que tenía guardadas y apoyó su cabeza; tal vez así se le quitara la fiebre y la indignación. Se estiró boca arriba y suplicó descreído: — ¡Dios mío! ¿Por qué no me devuelves al lugar de donde nunca debí salir?... ¡la concha de mi madre!

Fin

- ©Susana Villafañe

SUSANA VILLAFAÑE. Buenos Aires, 1948. Actriz argentina que ha trabajado en diversas disciplinas y en todos los medios, cine, TV, teatro, en su país durante 10 años, en donde también ha realizado giras desde 1979 hasta 1997 por diversos países europeos, del Medio Oriente y casi todos los países de Asia. En los últimos años ha realizado trabajos en cine y publicidad. Como actriz de teatro ha intervenido en Adán y Eva, Escuela de las Hadas, Perdón por mi pasado, Un cuento para mirar, Abelardo es un amigo, La comedieta de las flores, La lección de anatomía, Tres Sainetes Tres, La danza y el espacio. En televisión ha intervenido en Sainetes de ayer y de siempre, El payaso rojo, Eva 2000, Ud. y Landriscina, Adelante juventud, Magimundo infantil, La ciudad infantil, El amor tiene cara de mujer, en las telenovelas de Nené Cascallar, de dos años de duración en Canal 9, Que vol veure en TV3, reportaje Las mil y una en TV3. El magnífico relato El niño de la mirada profunda es un ejemplo de la enorme versatilidad, talento y sensibilidad de esta argentina.



Comentarios

Adriana Serlik ha dicho que…
Excelente relato. Un enorme abrazo
Anónimo ha dicho que…
Me va a crear usted adicción, Doña Susana, lo veo venir..
Un abrazo.

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